FANTASMAS
EN LA SIERRA
EL
LOBO.1
En la aldea de Arroyo Frío vivía un
matrimonio formado por Paco, Andrea y sus hijos José y Ana.
José, con tan sólo nueve años ya era
todo un hombrecito. Ayudaba a su padre en todo cuanto podía: en las faenas
del campo, con las ovejas, con la mula, a la que puso de nombre “Lucera”, y
con sus aparejos.
Iba a las huertas estuvieran lejos o
cerca.
También le acompañaba a pastorear por
muy lejos que fuese y en época de guíscanos le encantaba salir, solo o
acompañado, en busca de tan preciado hongo.
Por si no fuera bastante tenía que ir todos los días a la escuela.
No era sencillo ir a la escuela. En su
aldea no había escuela, la más cercana estaba en la cercana aldea de La
Peguera del Madroño. Tenía que ir andando, junto con otros niños de Arroyo
Frío, en otoño, invierno y primavera. En los meses de verano no había
escuela. Estaba de vacaciones.
¿Vacaciones? En estas tierras nunca había vacaciones. En verano había
que ir todos los días a la huerta. Cuidar que el riego llegara a toda la
huerta, que ningún surco se quedara sin agua y que todos recibieran la misma
cantidad.
También
había que ir recogiendo todos los frutos que la tierra les daba. Y los animales también necesitaban ser
atendidos. Suficiente alimento y agua para calmar la sed en estos calurosos
días. Trasladar las ovejas y las cabras a diario y algunas veces pasar la
noche fuera, en el monte con ellas, también alimentar a los conejos y las
gallinas sin olvidarse de los cerdos.
Había que cuidar bien de todos los
animales. Ellos les proporcionaban toda la carne que necesitaban durante todo
el año además de leche y huevos a diario.
Otra faena que había que hacer al
principio y al final de verano era ir a “cortar” las colmenas de la
familia.
A José le gustaba ir con su padre a
cortar las colmenas. Extraer la miel de los panales y saborearla recién
cogida era una delicia para él.
¿Vacaciones? Bueno, si a esto se le
llamaban vacaciones a él le encantaba estar de vacaciones. Lo de ir a la escuela era otra cosa. Andar
hora y media para ir y otra hora y media para volver no le pesaba demasiado. Lo
que realmente le disgustaba era en los días de lluvia, calarse hasta los
huesos o atravesar el pequeño arroyo, que si venía crecido no había ningún
puente por donde pasar a pie seco y que con toda seguridad terminaba
mojándose los pies. Sentir el sol o el
viento no le importaba, pero la nieve, siempre presente en invierno, la
lluvia o la niebla no le gustaban nada. Pero sus padres, y el de todos los
críos de la aldea, querían que sus hijos aprendieran por lo menos a leer y a
escribir. Luego, más adelante, ya se vería si servían para estudiar o
no.
Por todo esto a José no le importaba
tener que ir de un sitio a otro solo. Hacer recados para su padre le gustaba,
le hacía sentirse mayor. No importaba si tenía que ir lejos o cerca. Ayudar a su madre era otra cosa. Los niños
en estas tierras y en esta época no ayudaban casi nunca en las tareas de
casa. Para eso estaban las niñas. Sin
embargo, su madre, Andrea, sentía una pasión loca por su hijo, posiblemente
como todas las madres. Pero su hijo José era, para ella, lo más especial y
mejor del mundo, siempre cariñoso, siempre atento, siempre deseando ayudar a
su padre y aunque a ella le hubiese gustado que también sintiera esos deseos
locos de ayudarla a ella como le gustaba ayudar a su padre, no podía dejar de
sentir algo especial por él.
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lunes, 11 de mayo de 2020
FANTASMAS EN LA SIERRA. EL LOBO.1
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