lunes, 11 de mayo de 2020

FANTASMAS EN LA SIERRA. EL LOBO.1




FANTASMAS EN LA SIERRA
EL LOBO.1
     En la aldea de Arroyo Frío vivía un matrimonio formado por Paco, Andrea y sus hijos José y Ana.    
     José, con tan sólo nueve años ya era todo un hombrecito. Ayudaba a su padre en todo cuanto podía: en las faenas del campo, con las ovejas, con la mula, a la que puso de nombre “Lucera”, y con sus aparejos.    
     Iba a las huertas estuvieran lejos o cerca. 
     También le acompañaba a pastorear por muy lejos que fuese y en época de guíscanos le encantaba salir, solo o acompañado, en busca de tan preciado hongo.  Por si no fuera bastante tenía que ir todos los días a la escuela.
     No era sencillo ir a la escuela. En su aldea no había escuela, la más cercana estaba en la cercana aldea de La Peguera del Madroño. Tenía que ir andando, junto con otros niños de Arroyo Frío, en otoño, invierno y primavera. En los meses de verano no había escuela. Estaba de vacaciones.  ¿Vacaciones? En estas tierras nunca había vacaciones. En verano había que ir todos los días a la huerta. Cuidar que el riego llegara a toda la huerta, que ningún surco se quedara sin agua y que todos recibieran la misma cantidad.
      También había que ir recogiendo todos los frutos que la tierra les daba.  Y los animales también necesitaban ser atendidos. Suficiente alimento y agua para calmar la sed en estos calurosos días. Trasladar las ovejas y las cabras a diario y algunas veces pasar la noche fuera, en el monte con ellas, también alimentar a los conejos y las gallinas sin olvidarse de los cerdos.
     Había que cuidar bien de todos los animales. Ellos les proporcionaban toda la carne que necesitaban durante todo el año además de leche y huevos a diario.  
     Otra faena que había que hacer al principio y al final de verano era ir a “cortar” las colmenas de la familia.  
     A José le gustaba ir con su padre a cortar las colmenas. Extraer la miel de los panales y saborearla recién cogida era una delicia para él. 
    ¿Vacaciones? Bueno, si a esto se le llamaban vacaciones a él le encantaba estar de vacaciones.  Lo de ir a la escuela era otra cosa. Andar hora y media para ir y otra hora y media para volver no le pesaba demasiado. Lo que realmente le disgustaba era en los días de lluvia, calarse hasta los huesos o atravesar el pequeño arroyo, que si venía crecido no había ningún puente por donde pasar a pie seco y que con toda seguridad terminaba mojándose los pies.  Sentir el sol o el viento no le importaba, pero la nieve, siempre presente en invierno, la lluvia o la niebla no le gustaban nada. Pero sus padres, y el de todos los críos de la aldea, querían que sus hijos aprendieran por lo menos a leer y a escribir. Luego, más adelante, ya se vería si servían para estudiar o no.  
     Por todo esto a José no le importaba tener que ir de un sitio a otro solo. Hacer recados para su padre le gustaba, le hacía sentirse mayor. No importaba si tenía que ir lejos o cerca.  Ayudar a su madre era otra cosa. Los niños en estas tierras y en esta época no ayudaban casi nunca en las tareas de casa. Para eso estaban las niñas.  Sin embargo, su madre, Andrea, sentía una pasión loca por su hijo, posiblemente como todas las madres. Pero su hijo José era, para ella, lo más especial y mejor del mundo, siempre cariñoso, siempre atento, siempre deseando ayudar a su padre y aunque a ella le hubiese gustado que también sintiera esos deseos locos de ayudarla a ella como le gustaba ayudar a su padre, no podía dejar de sentir algo especial por él. 
     

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